Decía Camus, que el individuo absurdo cambiaba de perspectiva poco después de llegar a la cúspide de la desesperación. ¿Realmente es así?
No hay que darle mucho al coco para ser conocedor de la respuesta. No conozco individuo que no se vea afectado por la desesperación y, consecuentemente, por un repentino afán por el cambio. «El cambio» - ¡qué término tan horroroso! Esa palabra que a tantos asusta y cuyo miedo prolifera. Mas, usted, querido lector, no tiene por qué temerle al cambio - no sea retrógrada.
Claro está que en el estado de desesperación, el cambio es algo inherente, mas, hay que poner los pies en tierra y no beber los vientos por algo inalcanzable.
Como de costumbre, le explicaré brevemente mi caso. Un servidor fue, es y, probablemente, será, para bien o para mal, víctima de esa osada cúspide de la desesperación.
1. Verá, soy una persona suspicaz y quizá esa sea la razón de involucrarme poco socialmente a fin de mermar el círculo de amigos a lo esencial. Aunque en la mayoría de veces hacer esto ofrece numerosos alicientes, también hay veces en las que uno es partícipe de la inexorable soledad. Es el miedo a no poder vivir con plenitud por el mero hecho de sentirse solo (o mal acompañado) lo que llama a la desesperación.
2. Del mismo modo que la suspicacia forma parte de mí, un peculiar afán por, como bien diría Aristóteles, actualizar mis potencias para llegar a la versión más plausible es innato en mí.
3. La decepción, la traición, o cualquier sentimiento del mismo calibre han sido siempre en mí algunos de los motores del cambio.
Con estos tres generadores de desesperación, o más bien motores del cambio, y alguna que otra malaventura, he llegado al estado en que me encuentro a día de hoy. Usted, sin duda, tendrá los suyos también.
En fin, tras escribir estas líneas, el abismo de la indiferencia se apodera de un servidor.
Schmutz.
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