Caería, caería una y mil veces a sus pies. A los pies de aquel hermoso rostro que hasta a las flores dejaba recelosas. Aquellos finos labios que se abrían de noche y se cerraban de día, bajo los que se ocultaba una sonrisa agraciada de la que mis ojos no se despegaban. Era tal el brillo de sus diminutas perlas que llegaba a cegarme. Mas, no importaba, prefería cegarme si era a su vera. Cual la punta de un pincel, así era su piel, piel de la que yo era conocedor. Tal era su vehemencia, que a uno se le contagiaba.
Mire a donde mire, solo soy capaz de ver un encapotado cielo, la roja lluvia parece no cesar. Conservo esa imagen en mi cabeza, la de la lluvia y, también, conservo sus fotos y, aquel «te amo» escrito tras ellas. Aunque, a día de hoy, no soy capaz de verlas, puede que se queden por mucho en aquel grueso y anaranjado sobre. Si tan solo le hubieran conocido, ustedes, comprenderían la razón de mis sollozos.
Las manecillas del reloj marcan las doce, siempre lo han hecho, pero esta vez es genuinamente diferente. Mil y una noches no bastarán, una y mil noches, tal vez.
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