Querido lector, hoy no le entretendré mucho, pues solo pretendo mostrarle unas líneas que he escrito esta mañana. Si no fuera porque estas líneas hablan del terrateniente, probablemente hablarían de mí.
Hay por ahí un laberinto del que no encuentro salida y siempre recorro.
Póngase en la piel de un lozano terrateniente que poseía decenas de tierras y al que el ocaso de la vida le había llegado. El tiempo no quiebra sin canto ni piedra, y el terrateniente lo sabía a conciencia. Se había pasado tantas navidades labrando que sus tierras eran su único consuelo.
Miles de hileras de flores de todos los colores; hermosos crisantemos, jazmines de blanco armiño y lirios anaranjados se mecían al compás del cierzo. Escuchar las flores musitar rezagaba su dulce sueño eterno. Solía ir los domingos de punta en blanco a visitar a su mujer. Le llevaba siempre un ramo de rosas que sostenía con sus ya trémulas manos, luego las dejaba caer suavemente frente a su lápida. Le hacía compañía hasta escuchar el ladrido de los dogos de la noche resonar. Regresaba a su morada y se tendía sobre su camastro, desde donde festejaba entre sollozos la prolongación de su sufrimiento. El tiempo discurría, aunque para él, todavía era domingo.
Con afecto,
Schmutz
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