martes, 12 de diciembre de 2023

El chico de las amarillentas prosas

Aún recuerdo, aunque no deba, el primer día que nos vimos. Un cálido, mas, arriesgado beso frente al mar. De película, si me preguntan. Recuerdo también la forma en la que entrecruzábamos miradas candorosas y su casi imperceptible emoción delatada por sus hermosos luceros. Luceros dónde vivía el álamo. 

Aquel día, me llevó a sus lugares favoritos; la librería en la que solía comprar, el mirador con vistas al mar o las numerosas callejuelas que frecuentaba. Al caer la noche, paseamos por una iluminada Barcelona - aunque yo no miraba las luces.

No debo omitir tampoco nuestras peculiares charlas. Eran variopintas, hablábamos de arte, poesía, filosofía… — hágase a la idea, éramos dos apasionados por el arte. Disfrutaba escribiéndole poemas, creo que nunca antes había escrito tantos en tan corto plazo.

Aunque lo que más apreciaba era leer sus prosas. Llegó a dedicarme una. No puedo expresar lo que sentí tras leerla - imagínese que Bécquer le dedicara un poema, es lo más semejante. Le admiraba, le admiraba mucho. No era un amor carnal, mas, uno entre dos almas. Desafortunadamente, no todas las almas están destinadas a estar juntas.

Déjenme mencionarles que un buen poeta con el que he tenido la suerte de hablar, me comentó que la escritura cura el alma. ¿Que por qué escribo esto, entonces? - Tal vez, y solo tal vez, sea la manera de redimirme.

Creo que ya he «curado mi alma» suficiente por hoy. A usted, lector, le dejo bajo estas líneas un poema que le escribí, uno que le entregué en mano.


  III

Podrá el sol ponerte lumbre,

cual bombilla sin cesar,

podrán tu luz tapar las nubes,

mas, será tu hermosa lucidez,

la que yo pueda hallar.


Son las estrellas 

las que la envidian,

son ellas,

las que merman ante ti,

pues, querido, tu fulgor no va a perecer.



Con afecto,

Schmutz

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